jueves, 14 de enero de 2010

RECONSTRUIR UNA COMUNIDAD

Un artículo de Ricardo Higuera Mellado/ Comunicólogo y Periodista chileno http://thotlearning.blogspot.com/

Dos personas se encuentran en la calle. Se reconocen, se saludan, se abrazan, se sientan a conversar. Hablan de su vida, de los 15 años en los cuales no se habían visto, de las pichangas que jugaban en los recreos, de las tardes eternas luego del horario de clases, mientras recibían a otros compañeros y amigas en ese rincón de la estación del metro. Sonríen. Aceptan que en esos años estuvieron cerca, que establecieron un espacio de encuentro en donde compartían chistes, noticias, comentarios, en donde criticaban a sus profesores, miedos por las pruebas coeficiente dos, por el discurso que uno de ellos tuvo que dar cuando el profesor lo nombró presidente de su clase, por la ocasión en que les llamaron la atención por haber faltado a clases sin explicación aparente. Piensan en que en esos años fueron felices, que se vestían de forma similar, que les gustaba la misma música, que se reían de las mismas cosas, que tenían esperanzas de transformarse en profesionales exitosos.

Pero el “éxito” fue la palabra que los distanció. Luego de dejar el colegio, los caminos de ambos comenzaron a separarse. Pasaron cinco años, casi seis, en universidades distintas. Frecuentaron otras personas, descubrieron otros grupos, adquirieron conocimientos nuevos, diferentes, de los cuales ya no había tardes enteras para comentar. Al contrario. El tiempo se fue haciendo escaso. Pocas llamadas telefónicas –a pesar de la irrupción de los celulares-, el correo electrónico que recién formó parte del quehacer de ambos hace siete u ocho años. Uno comenzó a preocuparse de ganar más dinero, de alcanzar mejores posiciones en la empresa en la que trabaja, por tener el auto de moda y la ropa importada. El otro, prefirió trabajar por los niños abandonados, luchar por conseguir un techo y una educación digna para ellos, por borrar de sus caras los rastros de la infelicidad que les provocó vivir sin un padre, sin una madre.

En esa conversación quisieron encontrar las claves que explicaran el motivo de su alejamiento. ¿Cómo, si eran tan amigos? ¡Los mejores amigos del colegio! Sin darse cuenta, dejaron de visitarse, dejaron de estar, dejaron de compartir, dejaron de ser comunidad.

Para muchos el significado de la palabra comunidad puede estar circunscrito a una sensación de “bienestar”. Estar “en comunidad” es estar en un ambiente de tranquilidad, donde no hay deudas –idealmente de ningún tipo-, donde existe respeto, tolerancia, donde hay espacios para expresarse con libertad, sin el temor a ser mirado de una determinada manera, donde uno puede hablar, donde escuchas y te escuchan. Y sí. De cierta manera ese concepto se ajusta a lo que entiendo por comunidad. Pero hay otros factores que lo fortalecen y lo convierten en un elemento central a la hora de comprender la potencia de la comunicación.

Comunidad se traduce en un espacio común, en donde bastan dos personas –como estos dos amigos de adolescencia- para generar un mundo particular, común, como lo dice su nombre. En ese espacio surgen códigos, lenguajes, intereses similares, objetivos, planes, estrategias, anhelos que se quieren alcanzar, que se quieren cumplir. En ese espacio surge la identidad como uno de los elementos centrales de su constitución.

Para lograrlo, se apela a la voluntad y el interés para establecer mecanismos que permitan remar en esa dirección, agrupando todas las fuerzas involucradas, para que el trabajo sea menos costoso y, a su vez, pueda satisfacer a más personas, a todos los integrantes de esa comunidad. En ella, sus miembros se reconocen, distinguen elementos que los constituyen como tal y construyen sobre una base común que les permite proyectar sus intenciones.

En un mundo globalizado como en el que vivimos actualmente, las comunidades se han multiplicado exponencialmente, cada una con distintas identidades. La masificación de la tecnología ha permitido que ciudadanos de todo el mundo tengan un mayor acceso a la información y, de esa forma, sean capaces de reconocer a integrantes de comunidades a las que pertenecen en sitios distantes del planeta, aquellas que quisieran integrar y, ciertamente, aquellas a las que no ingresarían por ninguna razón.

Esta oleada de comunidades de distinto tamaño, se mueven sin conocer el peso real que significa constituirse como tal. Luego de establecer –tácita o expresamente- sus objetivos, muchas comienzan a divagar sin mucha dirección, desdibujando la identidad que los define, estableciendo una fecha de vencimiento inamovible. Es importante tener una actitud de apertura, de revisión constante, de inclusividad, de autocrítica y también de proposición, para que la comunidad no se transforme en un ente inerte, sino que cobre vida, asuma ese potencial y se transforme en un real agente de cambio.

Es importante que las comunidades estén con sus sistemas de atención y alerta encendidos. Y no solamente por un tema de protegerse de los enemigos, sino porque en un mundo dinámico como en el que nos desenvolvemos, existen otras comunidades –no podría llegar a cuantificar las que se han formado mientras escribo estas líneas- que pueden mostrar afinidad en determinados planteamientos, o pueden contribuir a que el trabajo de la comunidad original pueda ser realizado de una forma más llevadera.

Es importante saber distinguir a aquellas comunidades que pueden ayudarnos a cumplir esos objetivos, como también a las que pueden entorpecer mi desarrollo y crecimiento. Y desde esa perspectiva, el rol activo de todos los integrantes de una determinada comunidad, juega un rol preponderante.

La potencia de las comunidades se traduce en actos concretos cuando sus integrantes deciden hacerlo así. La fuerza de las comunidades puede transformar no sólo espacios físicos, sino que aquellos construidos en el inconsciente colectivo. Pueden ayudar a transformar sociedades, a erradicar aquellos males que afectan el desarrollo de sus individuos, pueden transformarse en actores que construyen un mejor mundo donde vivir.

Andrés y Ernesto, los amigos del colegio, conversaron cerca de dos horas. Se olvidaron del resto del mundo por esos instantes, lograron reconstruir una comunidad que parecía olvidada, perdida. En esos casi 120 minutos se observaron, se reconocieron, se sorprendieron, aprendieron un poco más del otro, se maravillaron con las noticias que cada uno tenía para contar, se esperanzaron con la posibilidad de recuperar esa amistad de antaño. Quedaron de acuerdo en juntarse una vez más, esta vez para discutir un proyecto que quizás podrían levantar en un futuro cercano. El éxito de esa iniciativa dependerá de cuán involucrados estén en construir una comunidad que cumpla con esos deseos.

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